lunes, 30 de octubre de 2017

EL PARAÍSO DE LOS POBRES

¿Quién querrá pagar la entrada para ver esto? le comentó Jack Warner a A. I. Bezzerides, el guionista de "Juke girl", cuando vio terminada la cuarta película americana de Kurt (ya Curtis) Bernhardt en 1942.
El gran éxito de varios films de Frank Capra en la década precedente - o, menos apoteósico, de algunos Borzage -, el amplio consenso en torno a "The grapes of wrath" un par de años antes o más recientemente aún sobre "Christmas in july" y la deslumbrante "Sullivan's travels", unidos a la buena acogida que tuvieron varios La Cava o un Milestone como "Of mice and men", no parecían suficiente aval para pensar que podía prolongarse por más tiempo el breve fulgor comercial del cine "social" americano, en mitad de una guerra en la que acababa de entrar Estados Unidos y con nuevos faros alumbrando el camino a seguir ("Citizen Kane", "Rebecca", "Casablanca", "Mrs Miniver", "The Philadelphia story", "Gunga Din").
Sin las bendiciones institucionales, "Juke girl" es una de las últimas (y asaz intrascendente históricamente) de esas películas, la más desconocida de todas y un elemento extraño en la filmografía de este cineasta, ecléctico como tantos inmigrantes y, como también buena parte de los judíos y eslavos que permanecieron en USA, pronto decantado hacia misterios y melodramas.
Quienes quieran ver estas incursiones mencionadas o alguna de las que pronto emprendería un ilustre visitante, Jean Renoir, como una serie de movimientos orquestados para rebajar el carácter "sobrehumano" del cine promovido por los grandes estudios o en todo caso como un eco tardío del cine de la Depresión convenientemente alimentado por el conflicto bélico que hacía temblar Europa y los que piensen que son estas películas las que traslucían la verdadera personalidad de cineastas y escritores al servicio de una maquinaria gigantesca, cuentan con la misma coartada: funcionó por poco tiempo y no convino mucho recordarlo, o lo que es lo mismo, fue realmente apreciado por una mayoría del público, pero no por quienes decidían qué imagen se proyectaba del país.
Tan poco se ha programado "Juke girl" que ni siquiera le "pasó factura" a su protagonista. Cuando muchos años después se convirtió en aspirante a la Casa Blanca, que yo sepa nadie le recordó a Ronald Reagan el hecho de que aquí fuese un convincente héroe de izquierdas, claro que por entonces ya había cambiado hace mucho de demócrata a republicano, que no es tan difícil.
Como encuentro tan poco interesante tanto una cosa - la relevancia histórica de este film o la que tuvieron sus compañeros de fatigas, nunca mejor dicho - como la otra - que un modesto actor como Reagan, para nada tan inoperante como siempre se ha dicho, llegase a Presidente: tampoco es el peor o el más tonto que ha ocupado el cargo -, "Juke girl" me parece por sí misma una de las grandes películas de su tiempo y la mejor de Curtis Bernhardt, autor de otras varias notables, como "High wall", "Possessed", "The doctor and the girl" o "A stolen life".
El viejo equívoco sobre la verdad cinematográfica, acerca de su supuestamente más pura afloración cuanto más privadas sean las condiciones de rodaje y más en bruto tomadas las imágenes, mil veces desmentido por los mayores cineastas, se complica aún más en casos como este y debido a la alegría contagiosa del film - con genéricos jazzísticos y bien podría haber sido un musical, con viraje final hacia el thriller -, su rapidez y su dinamismo, que no permiten amplificar la penuria, ni a veces casi advertirla.
Es tan frecuente que se considere peor expuesto o menos realista lo que se escenifica sin hacer hincapié alguno en cómo de trascendentes percibe el director los problemas que arrecian (sin solución bastantes de ellos, incluso allí, en los prósperos cayos del sureste del país, toda esa parte ahora latinizada y entonces más parecida a New Orleans), que los magníficos diálogos e instantes de puesta en escena por los que pasa "Juke girl" como una exhalación, sin un milímetro ni un segundo dejados a la improvisación o la espera, deben haber parecido rutinarios a la mayoría de quienes se han acercado al film y nunca lo destacaron en ningún sentido.
El hecho de que pueda faltar ese elemento propio de algunos cineastas mayores que Bernhardt, de tanteo, de amateurismo ante lo decisivo, ese estremecimiento que parece surgir de la nada en McCarey o Pagnol, no invalida automáticamente a quien se muestra presto para abordarlos en cualquier recodo, buscando aprehender, bonita utopía, todos los pensamientos. Prefiero desde luego a quien no llega que a quien ni lo intenta, como tantos supuestos paladines del "cine de los desfavorecidos" que se dedican a aplanar y aplastar todo atisbo de humanidad o de pasión vaya a ser que los tachen de ingenuos.
En "Juke girl", un film aparentemente muy masculino, todo esto último lo modula la chica de alterne que incorpora la sin par Ann Sheridan, un prodigio de economía gestual y una de las más carnales y sensibles actrices, aquí cantante hawksiana pragmática pero reticentemente enrolada en la epopeya de pequeñas hechuras del granjero Steve (Reagan).
Con ella acompañándolo, Bernhardt transita cinematográficamente, a grandes rasgos, por la senda abierta desde tiempo inmemorial por Allan Dwan y es capaz de impresionar con más hondura un travelling caminando por las sombras de la noche u otra viñeta circunstancial tomada en la cabina de una camioneta, que un plano contraplano romántico, con todas las luces embelleciendo los rostros. Qué grandeza saber emocionar por el poso de los gestos; como dicen en el film, por lo que dicen esas expresiones de uno, no por lo que uno dice.

martes, 10 de octubre de 2017

SEE EMILY PLAY

Durante un breve periodo de tiempo, las películas de Alan Rudolph  tuvieron una gran audiencia y una considerable fortuna crítica.
Imagino que los integrantes de ese segundo grupo, negarían ahora haberle concedido esa gracia con más vehemencia que los del primero, pero en todo caso ni los revivals que tiene cualquier década, han traído de vuelta su cine. La suya, cuando más brilló su estrella, fue desde luego la más voluble de todas, la de los años 80.
Es posible que cuando el nombre de Rudolph significó algo, se confundiese el  distinguido discurrir de sus películas con la pretensión de resultar moderno, ese esnobismo que lo anegaba todo.
Alguien tan preocupado como él por los afectos o las relaciones personales y por ello tan fuera de su tiempo (y de cualquier otro anterior o posterior: el sino de los "sentimentales"), no podía hacer gran cosa por alargar en el tiempo el "equívoco" de su fama, basada en aspectos superficiales o una moda con la que debía estar sincronizado y en consecuencia su nombre ha sido borrado de la lista de los grandes directores americanos, por muy estrechos que sean los límites temporales que se tomen.
Un poco antes de resultar familiar para cualquier cinéfilo y un poco después de haber dejado atrás sus comienzos en el "horror b", Rudolph rueda en 1978 el film noir "Remember my name", olvidado salto adelante incluso por encima de la sombra de Robert Altman que le cobijaba. Faltaban aún unos años para que llegaran "Choose me", "Trouble in mind", "Made in heaven" o "The moderns", las películas con las que estuvo en boca de todos y que ahora acompañan en algún confortable limbo a los vinilos de It Bites, Neville Brothers, Robbie Robertson, Bad English, Dear Mr. President, The Blue Nile, el gran Terence Trent D'Arby, mis queridos Boston y todos los que ilusamente pensaron que en los 80 llegaba la perfección, la cuadratura del círculo del pasado.
Por la música habría que empezar a hablar de "Remember my name" porque con los elegantes blues escogidos por el mítico productor John Hammond - ya retirado, pero con una lista tan imponente de descubrimientos a sus espaldas, que todavía todos callaban cuando hablaba - apareciendo en cualquier momento de la banda sonora, con la cuidada planificación de cada encuadre o panorámica, con ese cromatismo fuerte pero de apariencia sedosa - debido al nunca bien ponderado Tak Fujimoto - o con su muy característica continuidad hipnótica en la narrativa, todos ellos elementos a poco que se piense absolutamente propios del género - pero perennemente asociados a otra era, otros ambientes y formas de vestir, otro lenguaje, otra variante de inmoralidad - "Remember my name" quizá embellezca pero desde luego no falsea la turbiedad desarraigada y violenta que la atraviesa.
De hecho, cualquiera puede sorprenderse ahora si la conoce por primera vez o la revisita y se encuentra tantas equivalencias "impropias": con los melodramas de Sirk desde hacía años actualizados por Fassbinder, con tantas ideas de puesta en escena asignadas al cine futuro de David Lynch y tan pocas inspiradas en las del trabajo de Wim Wenders o Robert Altman como se repetía siempre. Dentro de este terreno resbaladizo del cine negro, el parentesco más claro lo tiene con films realmente anómalos y muy poco con los más canónicos del género.
Ese dato es revelador acerca de las nulas intenciones actualizadoras que siempre tuvo. De haberse tratado de un aprovechado que se dedicaba a disfrazar convenientemente a glorias pasadas para hacerlas parecer nuevas, ¿cómo podría haberse fijado en películas destempladas y malogradas comercialmente de Ulmer, Feist o Haas?      
Quizá erró Rudolph la decisión de no ser vanguardistamente "pictórico" - aunque pocos cineastas más influidos por los cuadros de Edward Hopper o George Bellows puede haber -, se desapegó del documental, no se conformó con poder expresarse libremente con los nuevos medios a su disposición y se empeñó en utilizarlos para sublimar y pulir el gran cine que le rondaba la cabeza.
En cualquier caso, se trata de una gran película sobre las apariencias, la mentira y la privacidad, un absorbente pulp psicológico construido sobre la presencia singular de Geraldine Chaplin, por entonces medio españolizada, un film de terror, un melodrama indigente y, no sé bien por qué, una película almacenada en mi memoria al lado de varias (y no solo "Berlin Blues", como se puede suponer) de Ricardo Franco.