jueves, 18 de septiembre de 2014

CUANDO NOS VOLVAMOS A VER

Años antes de alcanzar su cumbre "mediática", cuando estrenó la película más trascendente de su filmografía, "La sombra del caudillo" en 1960 y tiempo después de haber debutado con algunas de las cintas más populares de los primeros tiempos de la gran era del cine mexicano, Julio Bracho realizó una serie de films en los que supuestamente se doblegaba a los convencionalismos industriales, perdiendo buena parte de la pujanza con que se distinguió en aquellos primeros años 40 y casi extraviando su aureola de intelectual y "sofisticado", fama que ese cáustico film político le devolvió con intereses.
Aún se recordaba bien a comienzos de los años 50 la dura polémica que sostuvo con el escritor Max Aub, recién llegado al país, todavía peleando por "Sierra de Teruel" y ya adaptado por Bracho en su magnífica "Distinto amanecer" - no muy atinadamente en opinión del autor: trasladaba su pieza "La vida conyugal" de la España de Primo de Rivera al México contemporáneo, "falseándola", clamaba) y de esos felices tiempos son también su muy sólido melodrama "Historia de un gran amor", la divertida adaptación de la zarzuela "La corte de Faraón", el turbio drama "Crepúsculo", su variación sobre "La dame aux camélias" de Dumas hijo ("La señora de todos") o el único film patrio que protagonizó el mítico Ramón Novarro, "La Virgen que forjó una patria".
La oportunidad de trabajar dentro de una maquinaria tan eficaz como la del muy querido cine mexicano de los 50 - esa que no tuvo en España Manuel Mur Oti, con el que Bracho tiene curiosas concomitancias - y la notable influencia, no sólo en México, también en buena parte de Sudamérica, de lo que filmaba por entonces Luis Buñuel y enriquecía al cine circundante (también Buñuel se benefició de lo definido por otros, aunque haya quedado la desmesurada media verdad de que intérpretes y medios eran los hándicaps de su trabajo) no debió saciar el prurito autoral de Bracho, pero arroja resultados tan apetecibles como los de "La cobarde", "La ausente", "Historia de un corazón" (de nuevo con Aub) o, quizá la mejor de todas cuantas dirigió, "Paraíso robado".
La búsqueda de la perfección y el mimo aplicado a cada rincón de un film deben ser valores muy devaluados porque no se habla mucho de películas como esta, una historia con ecos del cine de posguerra americano y sombras y matices que descienden de "Rebecca", "Spellbound", "Portrait of Jennie" o "No man of her own"; del romanticismo decimonónico al cine negro, con parada obligatoria en Freud.
Primera aparición en las pantallas continentales de la elegante (y más guapa, cuanto más natural) Irasema Dilián, con su característico acento indescifrable - padres polacos, nacida en Brasil, formada en Italia - más marcado que nunca, dos años antes de dar vida a la furibunda Catalina del "Abismos de pasión" buñueliano, "Paraíso robado" viaja a los laberintos del subconsciente de su personaje, imponiendo un ritmo convaleciente que ni la impronta natural al otro actor protagonista (Arturo de Cordova en el punto máximo de su carrera: en cuatro años rueda nada menos que "Él", "Cuando levanta la niebla", "El rebozo de Soledad", "Leonora de los siete mares", "El hombre sin rostro" o "Los peces rojos"), consigue alterar.
Los Bracho, Julio y su hermano Jesús - seguramente el gran escenógrafo de su país -, parecen más a gusto que nunca en este fascinante retrato en negativo de un personaje sentimentalmente árido como el del doctor Carlos de la Vega, toda la vida reprimido, luchando contra sí mismo para ser alguien importante y de repente más confundido y enamorado aún que su amnésica paciente, jugándoselo todo a una carta, suicidándose socialmente.
En las escenas en que no se escenifica el drama de ellos, el film "recupera" un pulso más mundano y hasta se permite resolver elíptica y fugazmente un flashback en que, lógicamente, ninguno de los dos aparecen. Acelerando y abreviando sólo cuando es apropiado se recuerdan los porqués de las cosas.
Y haciéndolo en medio de un cine "comercial", no se pierden de vista a los maestros.
Los universales y los Chano Urueta, Juan Orol, Arcady Boytler, Ramón Peón, Adolfo Best-Maugard y compañía, por los que se filtraban Eisenstein, Lang, Robison o Sternberg.

lunes, 15 de septiembre de 2014

PERFECTOS EXTRAÑOS

En ese territorio común que comparten el cine negro y el western - que es realmente un espacio físico: las carreteras polvorientas que conducen a alguna oportunidad o que traen de regreso al pasado que se quiso dejar atrás -, brilla con inesperado fulgor la mejor obra dramática filmada por Norman Panama.     
"The trap", como "The jayhawkers!" de su sempiterno colega y amigo desde la infancia Melvin Frank, las dos fechadas hacia 1958, constituyen un doble y desatendido "descanso" de sus obligaciones, un interludio perdido entre las películas que dirigieron para Bob Hope, Danny Kaye, Julie Newmar, Bing Crosby, Lucille Ball y otros comediantes que ya sólo recuerdan los nostálgicos de esos años en que la televisión parecía el heredero natural del cine.
Toda la amabilidad y la fantasía naive que se asocia a sus producciones como dúo - salvo el precedente que marca su drama bélico conjunto, "Above and beyond" en 1952 - contrasta radicalmente con las sensaciones que transmite esa dinámica y amarga "The jayhawkers!" de Frank y más aún con lo que comunica esta seca y violenta "The trap" de Panama, no por ello menos "pasadas de moda" que sus éxitos en colaboración: aquellos locos encantadores y estos desesperados, con la honradez y la valentía tan recónditas como las circunstancias les hayan obligado, parecen igual de anacrónicos.
Con la barrera de las verdades, altísima, puesta frente a hombres y mujeres decepcionados con lo que han llegado a convertirse, ese muro común para tantos dramas y melodramas, huye por el desierto "The trap", a la zaga de "Bad day at Black Rock" pero no muy lejos de "The river's edge", recorriendo ese trayecto que hicieron en paralelo Elmore Leonard y Borden Chase, con los que parece inevitable relacionar el film.
En un solo plano, el de la ventanilla del coche cerrándose antes de que pueda terminar su frase, se da la posición de este Ralph Anderson (un adecuado Richard Widmark), abogado caído en las redes de una mafia que sólo entiende de acciones, no de palabras.
Expeditiva carta de presentación, pero no hay que llevarse a engaño.
Lo moderno (los medios de transporte más rápidos, la extorsión masiva, el dinero sucio, etc.) poco impresiona a lo antiguo, que fue más libre y más salvaje.
Así, este capo cansado y ansioso por largarse de una vez por todas, Massonetti (Lee J Cobb), es mucho menos duro y resulta la mitad de peligroso que otro villano al que dio vida este actor ese mismo año, el viejo ladrón de "Man of the west", que nada sabía del capitalismo y de cómo subvertirlo, el gran avance - o la gran falla - entre los dos géneros americanos por excelencia.  
Massonetti ha medrado para amasar su montaña de billetes y gregarios pero poco sabe hacer por sí mismo; compra todo, hasta las palabras.
Ya no hay un Liberty Valance para imponer el terror - como mucho llegaría a ser un primer esbirro -, pero tampoco un idealista que crea que se conseguirá cambiar algo con libros.
Como ni siquiera la derrota es verdadera, Panama, inteligentemente, no resalta si al final Massonetti vive o muere. Anderson puede emprender una nueva vida y es lo fundamental, ya que Massonetti nunca se sabe si podrá comprar al juez de turno y salir indemne.
Esta vistosa pugna es asombrosamente secundaria, porque el film camina al paso que marca la historia que dejó Anderson irresuelta al marcharse hace muchos años. 
De cuanto sucedió y sucede ahora con su padre, su hermano y su cuñada, emerge otra película incluso más interesante y más compleja - casi inimaginable en el cine de Norman Panama -, de una emotividad abrupta, excéntrica a los ojos de quienes no la viven.
Ninguna frase, ningún golpe ni disparo será tan elocuente como las miradas que se profesan los personajes. 
Está tan bien construido - en ochenta y tres minutos - ese andamiaje, que una vez más cunde la sensación habitual que distingue a esta gran época del cine americano: en cualquier recodo, siguiendo cualquiera de los caminos abiertos por el film, sabemos que estaremos a gusto, nos interesará lo que va suceder, no nos importaría que continuase aún perdiendo de vista otros asuntos importantes.

martes, 2 de septiembre de 2014

SUSTITUTOS

Apropiadamente situada tras sus primeros triunfos en el thriller e inmersa de lleno en la serie de películas donde retomaba o remataba los Lubitsch postreros - con relectura incluida del más revolucionario y bien que se la podría haber ahorrado: "The fan" - el impacto de una película desconcertante como "Daisy Kenyon" parece ciertamente tan indescriptible como la mencionada alternancia de tonos en que se movía Otto Preminger.  
Si había un Preminger previo a "Laura" y otro iba tomando forma conforme filmaba a la par del maestro, "Daisy Kenyon" es la auténtica revelación de su talento "definitivo", el que desarrollará durante los años 50 y 60 ampliando el radio de lo aquí ya expuesto, pero tal vez no mejorándolo en lo sustancial.
No habrá película mejor escrita ni mayor emoción en su cine, mayor misterio incluso que el que reside en esta pieza enteramente rodada en estudio, sin lujos, tan robusta y febril que en muchos momentos hay que volver a fijarse en los fondos de los encuadres para advertir si es de día o de noche, dónde podemos estar, cuánto tiempo ha podido transcurrir desde el plano anterior.
Aquel cine "de mujeres" producido durante la guerra y del que Joan Crawford había sido todo un icono, no iba a ser tan fácilmente desplazado de un manotazo por la resaca de la vuelta o el júbilo por la victoria que alimentaron al cine negro, a los nuevos westerns, a los ecos "europeos" presentes en tantas cintas calificadas con las letras de la b a la z, representando "Daisy Kenyon" un hito en toda regla del entendimiento de lo que realmente era capaz de comprender meridianamente el espectador, mujer u hombre, a esas alturas de la historia del cine.
Y no por analizar, con esa precisión (por primera vez bien cruda, llamando a las cosas por su nombre, sin esquivar los tabúes) característica en su autor, lo que ocurre "más adelante" a personajes que pudieron ser de los Ray, Lupino o Losey fundacionales (y que de hecho serán de ellos en cuanto completen una serie de films centrados en las edades más inestables: quizá sólo "They live by night", "Knock on any door", "Not wanted", "Never fear", "Outrage", "The boy with the green hair" y "The big night"), podría Preminger ni por un instante mirar con superioridad al idealismo y al espíritu de tentativa que fue primordial en esos sus contemporáneos, porque de esa misma materia están hechos todos los personajes a los que penetrantemente más y mejor mira.
El corazón del film no está por ello en sus numerosas audacias, sino en uno de estos referentes, el personaje que interpreta un ya maduro Henry Fonda
Tal vez muy simplistamente, pero se puede conocer un poco de la evolución del cine americano en su época de máximo esplendor mirando sólo a Fonda.
Este taciturno Peter Lapham es quizá el primero de todos los Fonda que ya "ha vivido", el primero con una segunda - y nunca imaginada - oportunidad encarnada en Daisy Kenyon, a la que encuentra entre todas las mujeres que habían dejado de existir mientras vivió Susie.
Aquel Fonda que "construyeron" FordLang o King, catapultado entre emociones hacia la memoria imperecedera del espectador, aquí a todos confunde, nadie le puede anticipar un gesto.
Surge y desaparece siempre de improviso, como un fantasma al que los tiempos de los vivos le son ajenos. Mantiene todo el film la misma actitud dulce e incorpórea. 
Después de perder a su mujer y haber combatido en un infierno de guerra, ya no sabe nada de códigos - cruzó unas cartas con ella, educadas seguramente, pero que se han convertido en algo especial para su afligida mente - ni identifica enemigos: sonríe sin ironía al cruzarse en el portal con el que positivamente sabe es el hombre casado que tiene por amante a la mujer que él pretende y hasta sentado en una escalera reconoce que el tipo no le cae mal.
Con ese poder para no contagiarse de las lógicas y las costumbres de los demás, hasta resulta perfectamente adecuada una escena de seducción como la que aquí hace, vestido con un pijama.
Esencializado y adaptado a otra edad, a otros vientos, no hay Fonda más Fonda que el de Preminger, el de "Daisy Kenyon" y el de "Advise and consent".
Y, más simplistamente aún, al cine americano le quedan ya poco más que los andares. Los de Clint Eastwood, que recuerdan a los de Fonda.
En 1947 no, porque esta variación "no consumada", seria (y mucho más rica) sobre "Design for living" - en varias escenas es literalmente su negativo: versa de amores y anhelos no completados y las derivas causadas por ello - obra sin aparente esfuerzo el milagro de convertir en progresista y liberal al personaje más anticuado, al que escucha más tiempo del que habla, al que se da menos importancia y al que anda menos preocupado por su futuro.
De parecidas hazañas, que debieran ser la cumbre de un trabajo minucioso iniciado hace muchos años, se llenará la filmografía de Preminger en la siguiente década (un inusitado musical dramático, el más admirable western dirigido por un extranjero, varios epics política y diplomáticamente anticipatorios para todas las décadas por venir...) sin previo aviso.
Resulta excitante aquí verlo crecer: cuando Daisy tiene su accidente de coche, lentamente reencuadra hacia un plano general en vez de cortar. Su famoso plano-secuencia "explicándose" ante nuestros ojos, para preservar una soledad y una tensión, sin que prive la integridad física de ella (sabemos que está bien porque no acude un plano corto a informarnos) y sí su estado de ánimo.
Tal vez sea aventurado pero no inverosímil suponer que el brillante guión del malogrado David Hertz, un consumado especialista en comedias, "se enrareció" hasta convertirse en este melodrama sin efectos melodramáticos, inasible, tan claro que la ambigüedad le es desconocida, un elemento que es un bastión para toda su obra.
El más incomprendido.