lunes, 26 de mayo de 2008

SETSUKO HARA

Está uno tentado de considerarla, en un arrebato más o menos ditirámbico, la mejor actriz de todos los tiempos.

Su vida es un misterio y es posible que Setsuko Hara aún viva hoy en su antigua casa de Kamakura, junto al mar y junto al recuerdo de su querido Yasujiro Ozu.

Retirada del cine en 1963, cuando sólo tenía 43 años, por razones que sólo ella sabe, Setsuko (Masae Aida de nacimiento), no ha permitido nunca que nadie perturbe su vida privada. Apenas se sabe nada de sus relaciones sentimentales ni de su familia. Es imposible localizar entrevistas y fotos fuera de plató. Ni un mísero rumor que echarse a la boca. La fama le es desconocida. Sólo está la “explicación oficial” de su adiós al cine: no disfrutaba especialmente rodando y sólo lo hacía para mantener a los suyos. Pocos años después de la muerte de su amigo Yasujiro Ozu, con el que compartió tal vez muchas ideas vitales, se fue para no volver.

La memoria cinematográfica de los espectadores nipones va unida inexorablemente a los rostros de sus estrellas más emblemáticas: Kinuyo Tanaka, Machiko Kyo, Hideko Takamine (estas dos últimas, también vivas), entre las mujeres o Masayuki Mori, Eitaro Shindo, Chishu Ryu entre los hombres, todos ellos actores y actrices extraordinarios y tan diferentes entre sí como los occidentales, a pesar de esa idea tan extendida, por desconocimiento, de la uniformidad del estilo de interpretación oriental. Nada tiene que ver la tranquila y sensible Setsuko Hara con la misteriosa Machiko Kyo, ni ésta con la elegante y delicada Hideko Takamine; y en nada se parece el estilo torrencial de Toshiro Mifune al estilo zen de Chishu Ryu.

Setsuko, unida para siempre a la serie de películas que protagonizó para Yasujiro Ozu, empezó en el cine muy joven, a los 15 años y con 26 ya alcanzó notoriedad en la extraordinaria “No añoro mi juventud (Waga seishun ni kuinashi, 1946)” de un primerizo Akira Kurosawa, aún lejos de definir un estilo propio, pero que dio al principio de su carrera varias de sus obras mayores, muy superiores a muchas de las que luego le granjearían fama mundial, como sobre todo su impresionante versión de “El idiota (Hakuchi, 1951)” de Fedor Dostoievski, que protagonizó Setsuko junto a un inolvidable Masayuki Mori. Su personaje hierático y fascinante a lo Marlene Dietrich, pulveriza cualquier crítica que alguna vez se haya hecho a una supuesta falta de recursos en su forma de abordar un personaje.
Poco antes, en 1949 y por primera vez en manos de Ozu, rueda la obra cumbre de su carrera, y una de las máximas obras maestras de todo el cine japonés: “Primavera tardía (Banshun)”, que debiera ocupar la extensión de este artículo por sí sola y donde quizá interpreta al personaje, por la información que se tiene sobre ella, más cercano a su propia personalidad: la sacrificada y devota hija de Chishu Ryu (que fue a Ozu, lo que John Wayne a Ford, su actor fetiche y su mejor amigo), que se niega a contraer matrimonio para poder vivir con su padre, que a su vez tendrá que ingeniárselas para conseguir que ella pueda vivir su propia vida… a costa de su soledad. La inextricable combinación de cotidianeidad y reflexión “en el instante”, que sólo Rossellini llevó tan lejos, los limpios planos de una precisión cartesiana y la mirada al discurrir del tiempo (la gran tragedia vital) que caracterizan el cine de Ozu, alcanzan aquí un grado de perfección inigualado antes o después. El misterio de cómo un film tan claro y diáfano como el agua puede llegar a ser tan profundo y emocionante sigue siendo insondable por muchas que sean las veces que uno se acerque a él.

Posteriormente llegarían títulos como “Verano temprano (Bakushu, 1951)”, la genial “Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953)” - que sigue siendo una de las películas más estremecedoras sobre la vejez junto a “Make way for tomorrow” de Leo McCarey (1937) -, “Tokyo boshoku (1957)”, “Otoño tardío (Akibiyori, 1960)” y “El otoño de la familia Kohayagawa (Kohayagawake no aki, 1961)” - otra de sus obras máximas -, películas de tonalidad tan parecida que cuando hace mucho que no se las revisa llegan a confundirse en la memoria; con argumentos que son anécdotas, más amargas conforme avanzan cronológicamente, secas, llenas de pequeños detalles y que parecen capítulos de una misma historia, como la serie de westerns de Budd Boetticher con Randolph Scott.


Durante esos años, Setsuko hizo cinco incursiones con otro de los gigantes del cine japonés: Mikio Naruse. Con él rodó sobre todo dos obras maestras: “El sonido de la montaña (Yama no oto, 1950)” y “El almuerzo (Meshi, 1951)”, sobre sendas novelas de Yasunari Kawabata y la gran Fumiko Hayashi, respectivamente. La primera de ellas especialmente y al igual que “Primavera tardía” es tan buena como las mejores de Robert Bresson, Marc Dosnkoi, Charles Chaplin, Frank Borzage, Carl Th. Dreyer o Eugenii Bauer y tranquilamente se puede calificar como una de las grandes obras de arte del siglo XX.

Nunca trabajó con Mizoguchi ni con Gosho y sólo en películas aisladas con Yoshimura, Shimazu, Kinoshita o Inagaki, pero está al nivel de una Ingrid Bergman, una Deborah Kerr o una Janet Gaynor, actrices naturales que eran capaces de hacer muchas cosas en una misma escena, de interpretar en movimiento, de dejar ver lo que pensaban, que es lo que distingue a las verdaderamente grandes, antes que la capacidad de tener varios registros en películas distintas (idea trasnochada sobre la grandeza de un intérprete).

No figurará en las típicas antologías dominicales sobre el cine y no parece probable que a nadie se le ocurra dedicarle el típico biopic, que nos cae encima cada poco, lleno de exageraciones sobre sus correrías. A su probable perfil “a lo Garbo” se le puede sacar poco partido.

Y es que reclamar “un lugar en el sol” para Setsuko Hara no es empresa fácil en los tiempos que corren. El personaje al que se le asocia no goza precisamente de popularidad hoy día (tanto daría que fuese hombre o mujer): recta, entregada a unos principios morales inamovibles, estando buena parte de su felicidad en la de los demás, dispuesta a sacrificarse por los que quiere (y la quieren), decente, que se muestra herida o exultante íntimamente, sin exhibicionismos gratuitos ni alharacas, que se da poca importancia y que es capaz de sobreponerse por sí misma a sus problemas sin quejarse ni hacerse la víctima. Yo conozco personas que son así.

lunes, 12 de mayo de 2008

LA CICATRICE INTERIEURE. Philippe Garrel (1971)

Es interesante contemplar ahora las primeras obras de un cineasta tan aclamado (y poco estudiado) como Philippe Garrel. "La cicatrice interieure" del 71 la rueda Garrel con sólo 21 años en plena efervescencia de su rápida fama adquirida desde el principio, cuando se le tildó como "el nuevo Godard", un director con el que en relaidad nunca tuvo el menor parecido.
La película, una de las menos parecidas a lo que ahora hace Garrel (un sueño, una poesía visual, sin diálogos, sin línea argumental clásica) plantea varias cosas bastante interesantes.
Primero, la posibilidad que alguna vez tuvieron los directores de cine de probar cosas, de hacer ensayos sobre el color, las texturas de la imagen, la profundidad de campo, la adecuación de la BSO a las imágenes. Esto hoy es ya imposible. Cualquier director debe esforzarse en no equivocarse en no errar el tiro porque su carrera siempre vale lo que su última película. Ni siquiera un Tsai Ming-liang o un Raya Martin cuentan con la paciencia de la crítica. Al menor bajón se mira para otro lado y basta. Aquí Garrel filma una alucinación oa l menos algo que sólo debía tener todo su sentido en s cabeza y en la de Nico, que escribió el guión y puso canciones para la película. La luz de la Velvet Underground todavía brillaba con fuerza y puedo imaginarme la película en un pase neoyorkino con su música o la de Mothers of Invention de fondo.
Otra cuestión interesante es la doble influencia de Michelangelo Antonioni en el cine de Garrel. Primero fue visual (es fácil detectar aquí elementos de "Il deserto rosso") y luego fue argumental. A partir de "L´enfant secret" del 79 retoma una serie de constantes poco apreciadas del cine del gran director italiano: no tanto la soledad y la incomunicación pero sí la función del plano en el discurso cinematográfico (su duración es proporcional a su significado y quizá a su importancia o al menos al tiempo que debemos pensar en ese plano), el uso del travelling (siempre se dice que como marca de estilo pero yo diría más bien como forma de no desprenderse nunca de los personajes, de sentir la cámara como una sombra).
Por último es interesante pensar en como sobrevive al tiempo una película celebrada "por moderna y experimental" en su día y que hoy seguro que se atraganta bastante a un buen número de espectadores. No diré que el film haya ganado con el paso del tiempo, hay muchas mejores películas en su filmografía (incluso anteriores, como "La lit de la vierge" del 69), pero sigue siendo misteriosa y visualmente atractiva, quizá porque no se postula como un enigma ni cae en manierismos (los movimientos de cámara son sobrios, precisos), muy alejada en ese sentido de, como se ha dicho, experimento lisérgico trasnochado. En todo caso, sería un cuelgue de drogas bien estructurado, una boutade bien pensada.

lunes, 5 de mayo de 2008

PECKINPAH VS PECKINPAH

AIRE PARA LOS PULMONES


Cómo se le echa de menos…

En estos tiempos vacíos (llenos) de estudios de marketing y realizadores timoratos - hablo de cine, pero podría estar hablando de otras cosas - el recuerdo, gozosamente recuperado en DVD de las películas de Sam Peckinpah no hace sino agigantarse en nuestra memoria.

Este autor, incomprendido en su tiempo por buena parte de sus colegas de dirección y una mayoría del gremio crítico, es hoy tan necesario como el aire que se respira, tan cargado de efluvios de perfumes caros y bazofia informática.

Un solo “flash” que venga a la memoria de algunas de sus escenas más emblemáticas le levantarían el ánimo a un muerto: Jason Robards hablando con Dios en el arranque de “La balada de Cable Hogue (The ballad of Cable Hogue, 1970)”, Warren Oates en cuclillas levantándose para unirse a la batalla final de “Grupo salvaje (The wild bunch, 1969)” - una de las películas que más me han emocionado - , aquel final desolado de “Duelo en la alta sierra (Ride de high country, 1962)”, que tanto habla de su deuda con otro "joven airado", Nicholas Ray, el torso desnudo de Susan George, que prende la mecha de la incontenible espiral de violencia que abrasa el tercio final de “Perros de paja (Straw dogs, 1971)”, un gesto con la cabeza de Steve McQueen al comienzo de “Junior Bonner” (1972) que dice tanto de él mismo… cómo restituir a quién no los ha contemplado estos momentos memorables de cine.

Dan ganas de volver a ver todas sus películas de un tirón, para sacudirse el polvo y limpiar la mirada de los sufridos espectadores que aún peregrinamos a las salas de cine en busca de algo de verdad y de pasión en una película.

Porque está muy bien ser un artista virtual y tener tus video-instalaciones bien enchufadas en el museo de turno o que te entrevisten en el programa cultural de medianoche para que expliques qué estás intentando comunicar al mundo con esa mancha verde que ocupa todo tu cuadro, pero algunos todavía pensamos que el verdadero arte es el que te hace vibrar, o mejor, como decían en “Pierrot le fou”, encajar en mil vibraciones el impacto recibido, que no hace falta explicar nada porque todo se sabe si un cosquilleo te recorre la espalda o los ojos empiezan a humedecerse.

Con Peckinpah no hay equivocación posible ni nada que interpretar. Los que le conocieron decían de él que era un hombre de una estirpe dura, de mirada brutal y humor de perros cuando el viento no le soplaba a favor, cuya única moral era la palabra dada, que parecía envenenado de Stevenson y Conrad, amante de los espacios abiertos, testarudo como una mula, de una pureza engañosa: nunca le oyeron hablar de su sensibilidad, amigo de las armas y las borracheras con su compadre Emilio "el indio" Fernández, a lo que habría que añadir que también fue un excelso director de actores, como todos los grandes.

Revivir ahora sus películas es un placer que debiera ser obligatorio para los que lo admiraremos hasta la muerte y para los que jamás han tenido contacto con ellas.

Aunque me temo que su cine, profundamente masculino y nada ambiguo, lleno de perdedores, salpicado de un sentido del humor negrísimo, casi fulleriano, un torrente de imágenes, se le puede atragantar al típico/a relamido/a que va a sala a hacer cuentas como en la escuela (actores respetables + buena fotografía + novela de éxito - final feliz + 4 Oscars = película a recomendar en el corrillo del desayuno), porque todo en Peckinpah parece tan escandalosamente excesivo... no Peckinpah no conoció los beneficios del yoga y es más que probable que su ying y su yang nunca se llegaran a encontrar, apuesto a que Tom Cruise no lo hubiese abducido para entrar en la Iglesia de la Cienciología, sin duda le interesaba más la cría de caballos que ponerse a indagar por ahí para saber si su opinión coincidía con la que le convenía expresar.

Y lo pagó muy caro. Mil problemas con la censura (que ya casi ni existía pero que volvió del purgatorio encarnada en la peor forma posible: la corrección política), la condena unánime de los guardianes de las buenas costumbres de un género que agonizaba y al que intentó insuflarle un hálito de vida: el western, una mala fama que sus amigos más de una vez defendieron con los puños y lo peor de todo: una caterva de imitadores y supuestos herederos sin papeles que confundieron lo necesario con lo gratuito y su lirismo desesperado y trágico con una cochambrosa y amorfa estilización.

Así, el tergiversador resultó tergiversado y sus famosos planos a ralentí y los zooms devinieron en marca de fábrica de una generación nefasta (de la que poco se puede rescatar) que llenaron la cartelera de spaguetti-westerns, thrillers efectistas y horripilantes películas de kung fu.


Pero no importa. Algo ha quedado. Aquel "If they move´em, kill´em!!" que escupía William Holden en "Grupo salvaje", aniquilaría a todos los que han osado ensuciar la memoria de uno de los últimos grandes directores americanos y uno de los que más honda y radicalmente supieron captar la muerte, en descomunales coletazos, del cine clásico y levantar acta de defunción por un mundo que ya no existía, un poco como, a su manera y en otra clave, tantas veces retrató precisamente uno de los directores que lastimosamente no supieron ver la valía de su propuesta por creerla esteticista y falta de alma: Howard Hawks. Deberían haberse conocido.

HUMPHREY JENNINGS

THE MAN WHO LOVED BRITAIN
(Jesús Cortés)

De los kilómetros de celuloide rodados antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, han llegado a nuestros días fundamentalmente los documentales y películas de ficción sobre la historia del conflicto y la barbarie nazi que culminó en el holocausto.

Este material, a veces verdaderamente impresionante, no nos puede proporcionar sin embargo una visión completa de cómo el cine registró un acontecimiento que supone un punto de inflexión en la historia moderna, quizá el fin de la edad contemporánea de la que nos hablan los libros de historia.

Falta una pieza para completar ese imaginario puzzle audiovisual, un elemento a menudo considerado menor e incluso superfluo, cuando no directamente falseador de la realidad: el llamado cine propagandístico.

Y aunque sólo sea por la sorpresa de descubrir entre esa montaña de cintas el cine de Humphrey Jennings ya vale la pena dedicar tiempo a rebuscar en un baúl de los recuerdos lleno realmente de todo: desde la más inocente loa a los valores patrios a los más sutiles y manipuladores documentos concebidos por mente militar alguna.

La famosa directora alemana Leni Riefensthal abandera para muchos este cine se supone que al servicio del país, como si fuese un departamento más del ministerio de interior (o exterior, según se mire) y cuya única función es arengar a las tropas, persuadir a la población en retaguardia que sufre privaciones de que lo hacen por una causa noble y exaltar como si fuesen leyes una serie de “valores nacionales”. Su controvertida figura ha generado continuos debates sobre su grado de “filiación” al régimen del Tercer Reich, más allá de su verdadero valor como cineasta. Obviando si es posible toda polémica, lo que sí parece claro es que contó con los medios y la oportunidad de hacer lo que hizo y no la desaprovechó por muchos problemas que pudiera prever que ello le acarrearía, como así fue.

Las películas que Humphrey Jennings rodó relacionadas con este episodio de la historia reciente desarman por el contrario al más acérrimo detractor de este tipo de material y para ello sólo esgrimen un argumento sencillo pero irrefutable: la autenticidad, la verdad, la sinceridad. Quizá todo lo que hizo fueron “encargos oficiales” pero en ningún momento parece que diga algo que no piensa. Estoy seguro que llegó al final de su vida sin nada de lo que arrepentirse y no hizo falta que nadie le interrogara sobre su punto de vista de tan claro que estaba.

El talento inmenso de este director, “el único verdadero poeta del cine inglés” en palabras del crítico Lindsay Anderson, se desborda en cada plano de un modo contagioso, vívido y sus obras comunican una emoción que efectivamente no tiene apenas parangón en una cinematografía como la británica a menudo tachada de inmovilista y almidonada, pero que atesora otras sorpresas sobre las que convendrá volver en alguna otra ocasión.

Desde la extraordinaria sinfonía de imágenes que es “Listen to Britain” (1942), de apenas 20 minutos, quizá la piedra de toque ideal para iniciarse en su cine, a la monumental “Fires were started” (1943) – o cómo combatía el cuerpo de bomberos británico los incendios provocados por los bombardeos del enemigo, de una altura cinematográfica comparable a cualquier cosa que se nos pueda cruzar por la mente – pasando por la tierna “A diary for Timothy” (1946), la vibrante “Words for battle” (1941) o la emotiva “The true story of Lili Marlene” (1943) que debieran ser de visión obligada en cualquier escuela de cine, Humphrey Jennings plasma en imágenes cómo vivieron los estragos de la guerra sus compatriotas con una galería de recursos cinematográficos tan apabullante que puede hacernos reconsiderar varias ideas importantes sobre el cine en general.
La primera y más obvia es la línea que separa documento y ficción. En sus películas (que muchos califican directamente como documentales sin molestarse en reflexionar dos minutos sobre el asunto) se entrelazan las imágenes de archivo y la recreación (siempre con actores no profesionales y a menudo con los verdaderos protagonistas de los hechos narrados interpretándose a ellos mismos en un pasado que puede ser sólo de meses atrás) de un modo tan eficaz como en las grandes obras de Roberto Rossellini. Si como dijo Godard, todo gran documental tiende a la ficción (y viceversa) - una de sus famosas “boutades” - , nunca fue más verdad que en este caso.

Otro punto de gran interés es su uso de la banda sonora. A menudo acompañado por la orquesta que dirigía el gran Muir Mathieson, son un modelo de utilización de los sonidos, adelantándose muchos años y quizá sin teorizar nunca al respecto, a las preocupaciones de autores como Jacques Doillon, o Jean Marie Straub. En muy pocas obras se capta de forma tan real el sonido de la lluvia, del viento, de la naturaleza, el murmullo de una ciudad y por supuesto los terribles sonidos de la guerra y cuando aparece la música refuerza pero nunca interfiere en lo ya expresado. La música es un elemento estructural más de la película, como el montaje o la iluminación y nunca “poetiza” ni subraya nada. Esto además conecta a Jennings con autores del cine mudo como Jean Epstein o Alberto Cavalcanti, que han sido arrinconados con el paso del tiempo en buena medida porque se ha generalizado la falsa idea de que el cine “expresionista” y el llamado “avant-garde” europeo se alejaban totalmente de la evolución posterior del cine. No en vano Jennings, conoció a André Breton y siempre estuvo muy interesado por el surrealismo en la literatura o la pintura, su otra pasión.

También habría que destacar que, como el cineasta ruso Dziga Vertov, con quien tiene grandes concomitancias, Jennings no esconde nunca nada. Su amada Inglaterra, sus gentes - con las que realmente se identifica -, no son figuras de cartón piedra. No hay superhéroes ni gestos grandilocuentes, ni siquiera protagonistas atractivos físicamente o acciones de valor dignas de cruces al mérito. Su cine es la gente y cómo vivían en una circunstancia difícil, cómo salían adelante cómo podían, cómo nacían y morían, cómo aguantaban al pie del cañón por fidelidad a una causa que creían justa y lo que estaban dispuestos a sacrificar por ella y por encima de todo cómo no estaban dispuestos a perder su idiosincrasia, sus costumbres, su forma de vida, o lo que cada uno percibe como su patria: sus familiares, sus amigos, los compatriotas que admira, sin banderas (es casi imposible verlas en sus películas) sin políticos, sin símbolos, sin simplificaciones panfletarias.

Finalmente no me gustaría terminar estas breves notas sin destacar que Humphrey Jennings no sólo destacó con estas películas bélicas. En su filmografía encontramos también obras como “The Cumberland story” de 1948, sobre la minería irlandesa o “The Dim little island” del 49, o su film póstumo, “Family portrait” del 51 (murió en 1950, con tan sólo 43 años, mientras localizaba exteriores en Grecia), que a día de hoy aún no he podido ver y que seguro deparan grandes momentos.


Humphrey Jennings, como Jean Renoir o Leo McCarey, fue uno de los grandes humanistas del cine.

JOHN WAYNE. Héroe americano

DUKE FOREVER

No fue probablemente una gran pérdida para el fútbol americano. Uno de esos zagueros ciclópeos que no dejan pasar ni el aire como mucho; no tenía físico de corredor.

Marion Robert Morrison no tenía las cosas muy claras aquel verano de 1927 cuando conoció a un director de cine “principiante” llamado John Ford, que aquellos años pululaba como tantos otros por Hollywood aprendiendo el oficio, tomando nota de lo que Griffith, Murnau y compañía hacían.

Había nacido John Wayne.

Desde ese momento hasta la última película en la que colaboraron juntos pasarían casi 40 años de estrecha amistad, que ha dejado como fruto un puñado de obras maestras inolvidables, a las que habría que sumar un buen número de films importantes, algunos incluso superiores a los que hizo con el genio de Maine, rodados a las órdenes de la plana mayor de los directores americanos de la gran época: Walsh, Ray, Wellman, Curtiz, Dwan, Hathaway, Hawks… con este último sin ir más lejos rodó, aunque esté mal decirlo (por respeto a Ford o Walsh y más teniendo en cuenta que Hawks cultivó muy poco el género) el mejor western de todos los tiempos en mi opinión, “Río Rojo (Red river, 1948)” y otras tres obras capitales: el film de aventuras “Hatari!” (1962), sobre todo y los westerns “Río Bravo” de 1959 y “El Dorado” de 1967.

John Wayne tuvo la misma oportunidad como actor que había tenido Ford como director. Pudo aprender haciendo películas, algo directamente inviable hoy día. Así, el papel que lo revela como un gran actor no llegó hasta probablemente 1945, con cerca de 100 rodajes a sus espaldas, cuando un Ford con una visión de la vida muy cambiada después de volver del frente, filma “No eran imprescindibles (They were expendable)”, impresionante estampa de la retaguardia en la segunda guerra mundial que extrañamente no suele mencionarse nunca como lo que es: una de las películas bélicas fundamentales. Es un trabajo clave porque va a sentar las bases de su muy peculiar estilo interpretativo.

Con el paso de los años y quizá hasta sin proponérselo, John Wayne se transformó, para mí sin duda, en el mejor actor de todos los tiempos. Imagino que no será una opinión muy compartida, y menos ahora, pero yo estoy dispuesto a hacer hasta la demostración matemática si es preciso.

Decía Orson Welles que interpretar es lo más parecido a esculpir una estatua: se trata de quitar lo que sobra. Si no tienes personalidad, estás muerto, no sirve de nada intentar convertirte en otro, porque sería una farsa y puede que tuviera razón. Sobran los ejemplos de actores “del método” que han acabado siendo una parodia de ellos mismos o avergonzado a sus fans, doblegados al cine de palomitas, mientras que muy pocos actores de los llamados “naturales” (y hablo de gigantes como Cary Grant, William Powell, Herbert Marshall, Glenn Ford, Totó, Marius Goring, etc.) hicieron películas indignas de su categoría.

Lo que fue capaz de hacer Duke en “Centauros del desierto (The searchers, 1956)”, “Escrito bajo el sol (The wings of eagles, 1957)”, “El hombre tranquilo (The quiet man, 1952)”, “El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962)” o “La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949)”, por mencionar quizá lo más granado de su monumental carrera no admite comparación posible.

Si hubiera que reducir su despliegue de talento a un solo film, me quedaría sin duda con “Escrito bajo el sol”, una película que supone el momento álgido de su colaboración con Ford, tras rodar la homérica “Centauros del desierto”, que sin duda fue concebida como un proyecto de mayor alcance, de esas películas en las que un director pone a prueba hasta sus propias convicciones personales.

Pero sucede a veces que un proyecto más pequeño, una película rodada por el placer de hacerlo, deviene en una obra genial de insondable profundidad y emoción. Así sucede también con el remake de “Tú y yo (Love affair, 1939)” que acometió precisamente ese mismo año 1957 Leo McCarey.

La sencilla, aunque de recóndita grandeza, historia de su amigo, el marino Spig Wead que sacrificó su felicidad personal en pos de una vida de aventuras, dio la oportunidad a Ford y a Wayne de componer una de las películas más hermosas de la historia del cine, un carrusel de emociones que a mí por lo menos me provoca una sensación que muy pocas películas más me producen: me conmueve, hasta si hace mucho que no la veo, siendo el ejército y el patriotismo dos de las cosas que me son más ajenas, al mismo nivel que “El verbo (Ordet, 1954)” de Dreyer y la religión.

La alegría de vivir, la felicidad rota, la amistad, el recuerdo, la derrota, el amor… no sé de ningún actor que haya transmitido en una sola película (a veces en la misma escena y hasta en un único plano) todo eso, de la forma más sencilla posible, sin declamaciones ni aspavientos, mirando, moviéndose, hablando, fumando, pensando.

MAURICE PIALAT. Un recuerdo

(L)A TUMBA ABIERTA

Los que llegaron a conocerle bien, que fueron muy pocos, desmentían tajantemente las habladurías acerca de su mal carácter. En la intimidad, era un hombre amable y cercano, incluso tímido.

Pero como todos los visionarios, Maurice Pialat fue un hombre pertinaz, que no se dejaba influir por nada ni por nadie, como si tuviese una misión que terminar antes de abandonar este mundo y no estuviera dispuesto a cejar en su empeño hasta lograrlo.

Hace cinco años que abandonó este mundo y trece desde que se estrenó su última película, la invisible “Le garçu”, última parada de un viaje que empezó en un lejano 1968 y que cortometrajes y una serie para televisión aparte, sólo cuenta con 10 largometrajes. De su legado, como de todo en estos tiempos, sólo quedan los ecos ya extinguidos del estreno de “Van Gogh”, de 1991, que por aquello de hablar de un pintor tan famoso tuvo un eco bastante amplio en medios europeos. En España, como siempre, nada de nada.

La sorprendente reedición en DVD de algunas de sus mejores películas ha vuelto a traer a la actualidad a uno de los creadores más importantes del cine europeo y nos ha permitido disfrutar de copias de gran calidad, bálsamo de grabaciones furtivas y sufridas para la vista con las que habíamos convivido hasta ahora.

Circulan “No envejeceremos juntos (Nous ne vieillirons pas ensemble)” de 1972, su obra capital de esa década y una de las películas europeas definitivas de todos los tiempos, tres obras de los 80, “A nuestros amores (A nos amours)” del 83, “Police” del 85 y “Bajo el sol de Satán (Sous le soleil de Satan)” de 1987, más la citada obra sobre Van Gogh. Fuera de nuestras fronteras se puede localizar “Loulou” de 1980. En los anales de la televisión patria también figura una emisión de su debut “La infancia desnuda (L´enfance nue)”, rediviva gracias a intercambios en Internet y con paciencia y un poco de esfuerzo idiomático suplementario puede localizarse “Passe ton bac d´abord” de 1979. Más difícil es acceder a “La gueule ouverte” del 74 y a su última obra.

Pintor vocacional, Pialat dirigió su primer largo con 43 años, con lo que la sensación de estar viendo una obra decantada y pensada tras mucha reflexión que transmite la emocionante y áspera “La infancia desnuda” no es para nada equivocada. Niños abandonados, huérfanos, niños difíciles que no saben vivir en familia. Pocas películas explican tan bien el nacimiento de la rebeldía y el sin sentido de la violencia como reacción a la falta de afecto. Y pocas películas pierden tan poco el tiempo en explicaciones. Todo es directo, abrupto y sin embargo la palabra que se viene a la mente es ternura. Rodada con actores no profesionales, los ecos de Bresson, de Rossellini, de Rozier, de Rouch y de Chaplin, resuenan en las casas de acogida, en los fríos descampados, en los puentes sobre la carretera nacional, escenarios de pequeñas travesuras, de inadaptación y desamparo.

No tardó mucho Pialat en demostrar que su talento le daba para atreverse con un asunto que había conocido un punto aparentemente final y definitivo en la fundamental “Te querré siempre (Viaggio in Italia), 1953” de Rossellini. “No envejeceremos juntos” es una de esas películas que impresionan tanto por lo son como por lo que no son. Son tantas las trampas en que no cae, las dificultades que salva con soltura, los recursos expresivos sorprendentes que aplica a problemas de puesta en escena que los demás resuelven con convencionalismos... cada escena, que se engarza con la siguiente sin solución de continuidad, sin transiciones, es una clase magistral de expresividad fílmica. Las continuas idas y venidas de Jean (un monstruoso Jean Yanné) y Catherine (Marlène Jobert), sus discusiones y sus momentos de acercamiento, son recogidos por el excrutador ojo de la cámara con un realismo y una falta de adornos que provocan un desasosiego perturbador. Somos testigos de algo que puede que no debamos ver, algo demasiado íntimo: no en vano es una película autobiográfica, la más desnuda y audaz de las nunca filmadas, impúdica y sincera hasta el límite.

Su carrera no se dispara hasta el infinito tras rodar semejante obra maestra. Con el paréntesis de “La gueule ouverte” de 1974, que no conozco, incluso parece que le cuesta volver a rodar. Su vuelta a las pantallas se produce nada menos que en 1980, con “Loulou”, en la que puede contar con la gran estrella francesa del momento, Gérard Depardieu.

Un año antes había podido estrenar la frustrante “Passe ton bac d´abord”, un film casi documental, el más parecido a su debut, que fue menospreciado y sepultado por la crítica antes incluso de poder estrenarse, en parte por culpa del propio Pialat, que no quedó nada satisfecho del proceso de rodaje y sobre todo con el sonido del film. Es cierto que es una película que se oye mal, los protagonistas (que no son actores) no vocalizan y si no se ve subtitulada cuesta mucho seguirla (suponiendo que se entienda francés), pero es injusto pasar de largo frente a este retrato de la adolescencia sin futuro de Lens, de bar en bar y de cama en cama, desnortados y sin saber qué hacer con sus vidas. No sé si en la mente de Maurice estos eran los niños de “La infancia desnuda” diez años después. Si es así, y no me extrañaría pues hasta las fechas coinciden, completa un panorama desolador de una Francia de provincias mezquina e inhóspita, un sitio del que hay que salir como sea, y que conmina a estos personajes que parecen salidos de películas de Nicholas Ray, a vagar ad eternum en busca de no se sabe muy bien qué. Quizá de ellos mismos.

No es casualidad que “Loulou” sea finalmente el retrato de un paria, un chulo de barrio, un delincuente carismático, que malvive en un París, refugio de maleantes venidos de todos sitios. Depardieu compone, con una economía de medios admirable y más viendo en qué se ha convertido después, este personaje capaz de arrastrar a su vorágine diaria a una burguesa Isabelle Huppert. Es reconfortante volver a encontrar a Pialat a gusto pero no creo que la valoración que se pueda hacer de la película deba algo a la alegría de verlo en tan buena forma. “Loulou” es una película extraordinaria y quizá la mejor para introducirse en su cine.

Empieza con esa película la época en la que parece que más disfrutó haciendo películas, encadenando hasta éxitos de taquilla y crítica que culminan con la merecida pero tardía Palma de Oro de Cannes para “Bajo el sol de Satán” en 1987. Entre las dos, rueda “A nos amours”, la otra mejor película de su carrera en mi opinión y “Police”.
“A nos amours” es su película más hermosa y equilibrada, quizá la única en la que baila un poco y además cuenta con uno de los más asombrosos debuts de la historia del cine, el de Sandrine Bonnaire, en el papel de su hija.

Dos escenas clave: la reunión familiar en la que reaparece por sorpresa Maurice, descarnada y brutal, quizá la cumbre de su carrera, donde sale a flote su verdadera naturaleza (de su personaje, él mismo en realidad), que reniega de la falsedad y que es capaz de decir a quien sea a la cara lo que piensa de él, con el derecho que da la VERDAD y ese final tan conmovedor cuando la chica se marcha a América, con la conversación en el autobús, de una emoción indescriptible.

Dos años después filma la vibrante “Police”, que es un poco una puesta al día de las enseñanzas de Richard Fleischer o Don Siegel en los 70, o como volver a hacer que un film policiaco sea creíble, como aquella inolvidable “Los nuevos centuriones (The new centurions, 1972)” y la mencionada “Bajo el sol de Satán”, que muchos quisieron ver como una relectura de la famosa “Diario de un cura rural (Journal d´un curé de campagne)” que filmara Robert Bresson en 1951 pero que está basada en otra novela de Georges Bernanos, en concreto en su primera obra.

Es significativo que Pialat acuda al abad Donissan antes que al cura d´Ambricourt, parece que eso delata una vez más su voluntad de ir a la esencia de las cosas. Quizá Pialat hubiese sido el segundo candidato ideal para filmar la vida de Cristo, después de Dreyer.

Más que la duda, que es el centro de atención de Bresson, Pialat se decanta más por un tema también omnipresente en Bernanos: el descreimiento; de los que te rodean y que acaba siendo también tuyo. Es la única película de su filmografía que toca aspectos filosóficos y morales de naturaleza social, de los que interesan a todo el mundo, tal vez por eso recibió tantos halagos. Y lo hace de una forma nada abstracta, como en él es habitual, de cara y yendo a las consecuencias inmediatas de las acciones. El abad es casi un outsider, un personaje rosselliniano, obcecado hasta los límites más insospechados en su conducta. Es también y esto imagino que no debieron verlo muy bien en aquellas entregas de premios, una atroz e inmisericorde condena a la Iglesia.

“Van Gogh” y “Le garçu” cierran su ejemplar carrera.

“Van Gogh” es, junto al pequeño boceto de Alain Resnais en los años 50, también dedicado al genial pintor holandés, la única película impresionista sobre el impresionismo. El actor Jacques Dutronc da vida a un Vincent van Gogh meditabundo, antipático, ido, apasionado y ensimismado en un color, un campo de trigo, un reflejo en una ventana… alguien que no perdía ni un minuto en lo que nos ocupa cualquier día de nuestra vida, con los problemas que ello acarrea (de dinero, de relación con los demás) pero que dedicaba horas interminables a pensar en cómo captar con el pincel tal o cual cosa que le había llamado la atención. Pialat dedica poco tiempo al melodrama, la batalla es interior.

A falta de conocer “Le garçu”, y para concluir, decir que convendrá visitar algún día a su discípulo bastardo (aunque no reconocido ni en un sentido ni en otro por lo que sé): el gran Jean Claude Brisseau.

ELDÍA DE LOS FORAJIDOS (Day of the outlaw, 1959)- ANDRÉ DE TOTH

Cualquiera que tenga a André de Toth por un artesano competente (variedad: con pedigrí europeo) debiera ver sobre todo este extraño y árido western de 1959, para mí la cumbre de su cine y una de las películas del oeste más secas, decantadas y misteriosas de la historia del género.
Es la película de De Toth más cercana a Nicholas Ray. Incluso podríamos establecer un curioso paralelismo con "Wind across the everglades"(1958), no en la base argumental pero sí en tres puntos importantes: la presencia de un temible Burl Ives, la relación que establece (en contra de cualquier canon narrativo clásico) con el personaje de Robert Ryan y la presencia de la naturaleza como escenario de vida y muerte por encima de los hombres.
Una banda de ladrones ha robado la paga del ejército y se atrinchera huyendo de la caballería en un helado poblado entre montañas. Allí, Blaze (Robert Ryan), un hombre que llegó antes que los ganaderos, cuando el territorio era salvaje e inexplorado, vive los últimos coletazos, amargos y contradictorios, de su historia de amor con Helen (Tina Louise), que ya se casó con un granjero (Hal), un hombre mayor que ella y que encabeza el enfrentamiento con el propio Blaze por la colocación de alambradas para la crianza del ganado.
El conflicto tiene resonancias de otras películas importantes: "Man without a star"(1955) de King Vidor - crianza de ganado en un territorio que alguna vez fue escenario de una conquista - y "Gunman´s walk"(1958) de Phil Karlson, - enfrentamientos generacionales entre pioneros y nuevos ciudadanos - sobre todo, pero también buena parte de la obra de Anthony Mann en los 50.
Cuando la tensión entre ellos está a punto de estallar entra en acción la banda encabezada por Burl Ives (el capitán Bruhn). Un extraordinario travelling introduce a los nuevos personajes. Blaze desafía a Hal y los ganaderos a enfrentarse a él haciendo rodar una botella de whisky vacía por la barra del bar. Cuando la botella caiga disparará. En ese momento entra en plano por la izquierda Bruhn que coge la botella. La escena anuncia ya un elemento que será fundamental en el desarrollo del film. Bruhn no quiere que sus hombres pierdan el control y les prohibirá beber; una sencilla metáfora que señala dos puntos importantes sobre los que se construirá la acción: el dominio precario de las situaciones que va a tener Bruhn, simepre a punto de ser traicionado por su banda (más aún porque está herido de bala en el pecho) y el extraño lazo que se establece entre él y Blaze, que será el motor de la segunda mitad del film.
Recordemos a Burl Ives en la película de Ray. Christopher Plummer reconocía al villano pero también al hombre libre de prejuicios sociales, al monstruo y al hombre sin domesticar que en el momento de su muerte apelará a la propia crueldad de la naturaleza como su verdugo. Preferirá morir a manos de quien le permitió ser libre. Cuando Blaze se ofrece a guiar a la banda de Bruhn a través de un inexistente paso entre las montañas que les permita escapar de la ley (una ley que en el poblado parece encarnar el propio Blaze), Bruhn comprende que es la única forma de morir sin someterse a ninguna regla. Morirá sobre su caballo (el veterinario que le extrae la bala ya lo advierte sin que él lo sepa) o congelado, pero no se sentará ante ningún juez. Esta última parte de la película, que se alarga cuando creemos que toca s su fin es la que hace de este film una obra maestra.
Muchos directores se hubieran conformado con cerrar con el plano en el que Blaze sale a caballo del pueblo con la banda detrás: asume su destino y se sacrifica por la comunidad, pero la película depara dos giros argumentales más: morirá Bruhn y Blaze parece erigirse en jefe de la banda y el giro final cuando Blaze regresa al pueblo para inicar una nueva andadura. Esta última parte, fulleriana en su desarrollo (a Fuller le encantaría el detalle de que el forajido Tex no pueda matar a Blaze porque sus dedos se han congelado cuando lo tiene encañonado) es lo mejor que rodó de Toth en toda su carrera. Es tan vívido el sufrimiento de los caballos, el frío, la violencia contenida de los personajes, la muerte rondando sus cabezas...
Un film extraodinario