sábado, 27 de abril de 2024

¿QUIÉN ME QUERRÁ?

Functus officio, Mauro Rioboo
 
"Stasera niente di nuovo" es una breve película de 1942 de la que no se debe haber dicho nada demasiado elogioso o alguien lo recordaría alguna vez. Ni de ella ni de su remake de 1955, "L'ultimo amante" escuché hablar apenas. Tampoco es fácil encontrar algo positivo sobre el autor de ambas, Mario Mattoli, que no tuvo prestigio ni cuando los críticos de cine eran espectadores.

La historia que austeramente cuenta fue una de las muchas sublimes proyectadas durante la guerra para un público sobrecogido por la marcha de la contienda y que nunca había imaginado que necesitaría tanto escuchar su idioma o reconocer lugares y costumbres en las películas. El melodrama italiano estuvo cerca, bajo esas enrarecidas circunstancias, de ser su género universal, el que lo amalgamaba todo, el que más entusiasmo despertaba. Nadie debería extrañarse de su mala fama si el ambiente donde prendió no podía estar más alejado del que nos ha dado por denominar cultural: salas llenas de amas de casa, niños y ancianos.
 
Fuera de ese contexto, como corresponde a toda noble materia, su peripecia llena de lágrimas y el celuloide que la contiene, precipitan como testigos del pasado. Pero hasta para los que sabemos poco de antigüedades, debería ser evidente que su valía no tiene nada que ver con los ochenta largos años que la contemplan y sí con que se sigue tratando de una película sorprendentemente veraz, honda y acongojante.
 
No sabría muy bien cómo defender la actualización del 55, competente y curiosa si no se conoce el original, pero que desvirtúa las frágiles bellezas de "Stasera...", las diluye o las ignora, porque si algo queda claro viéndolas consecutivamente es que Mattoli no fue un especialista del melodrama, que supongo algo hubiese ayudado a difundir su nombre: no hay transcurridos esos trece años ni un acento perfeccionado, ni una seguridad acumulada, ni apenas justificación para los veintitantos minutos que se extiende "L'ultimo amante" más que su predecesora. 

Mattoli fue más bien un pícaro, un superviviente de los gustos cambiantes del público, un público que en 1942 aún tardaría unos años en sentirse reflejado en "la orgullosa verdad" del cine de la calle y que nunca renegó de la "rutina" de su cine doméstico ni quiso verlo arrasado por otro, un cine que tantas grandes obras - tantas como las derivadas por la revolución que llegaría con "Roma cittá aperta" - había dejado desde mediados de la década anterior.

Las incursiones de Mattoli en el género - hay que ver por supuesto "La vita ricomincia" del 45 y otras - están por ello tan adaptadas por ese aprendizaje continuo a todo tipo de velocidades y tonos como si se tratase de un ignoto macmahoniano y como tal sortea todos los lugares comunes en las pequeñas distancias y sin embargo se mantiene fidelísimo al espíritu que preside el género.
 
Lo más interesante es que arma esa dualidad de una manera más políticamente incorrecta de lo que puede parecer.

Reducida a sus líneas de fuerza, "Stasera..." es una canónica y como decía al principio, irrelevante muestra del más exacerbado y sentimental cine que se iba a morir en Italia con el armisticio, pero mirada con detalle, esto es, su planificación, su uso de la música, sus elementos en off, sus insertos o su dirección de actores y actrices, remite a dramas silentes, a películas de avanzadilla del cambio de era o a films expresionistas precursores del cine negro: a Fejös, Cavalcanti y Sternberg, por ejemplo ... y, sin disimulo ni heterodoxia que valga, como si fuese lo más natural del mundo, ¡al cine del enemigo!, al cine americano, que es el que había absorbido e integrado todo ese caudal de influencias.

Hasta que llegue la ola comandada por De Sica y compañía, sentida más propia, patriótica incluso, que nueva por unos espectadores que de repente no se habían vuelto cinéfilos modernos ni nada parecido, películas como "Stasera niente di nuovo" ya incorporaban la mayoría de los elementos que elevaron a sus célebres sucesoras, negando la discontinuidad y la mayor. 

¿Qué puede ser más positivista que la mirada sobre este gacetillero alcohólico, esta chica perdida de provincias, este médico que no confía en las medicinas y esta redención desoladora?
   
Decir que toda la película está en la mirada de Maria Bellotti (Alida Valli) puede parecer un adorno retórico, pero no lo es tanto si digo que está en sus oídos.
 
Esos (verdes) ojos aparecen una noche en una comisaría de policía y se resisten a cerrarse en la escena de clausura, una más pero no la primera borzagiana (la vuelta al hospicio, la boda) de una película que sube a unas alturas irrespirables en los cuatro o cinco momentos en que podía haberlo hecho y se mantiene apegada al suelo el resto del tiempo, dura, recalcitrante. Interpretaba Valli con ellos y aquí es privada de tal expresividad porque debe ver y no mirar, ni siquiera cuando Mattoli trata de hacerle tomar conciencia de quién es, utilizando las imágenes de la película suya que debía estar en cartelera, "Abbandono" de 1940, un melo febril de nula fama.
 
Es cuando retira la mirada de la pantalla, cuando escucha la película, cuando realmente reacciona. Igual que le sucedió en el momento en que conoció a Cesare Manti (Carlo Ninchi) una noche en que él se sentía morir en Turquía. Igual que le sucederá cuando deje atrás por fin a ese proxeneta que la lleva de café en café para venderla a quien más pague por ella. Mala fortuna tendrá cuando pueda de nuevo escuchar noticias de su casa y del árbol que por fin ha conseguido trepar a su ventana, pero al menos entonces, un instante, recuperará la capacidad para ver.

lunes, 8 de abril de 2024

BEYOND S&S

Enlace a la lista alternativa al canon de la revista británica Sight and Sound, publicada por la web They Shoot Pictures, Don't They?

miércoles, 27 de marzo de 2024

NIRVANAS

De "los cuatro grandes de la Gaumont", como recogía un antiguo eslogan publicitario de dudosa eficacia, en los últimos lustros se ha restituido a su verdadero lugar en la historia del cine silente francés a dos de ellos, Léonce Perret y, sobre todo, a Louis Feuillade, de nuevo punta de lanza del estudio... cien años después. Pocas noticias en cambio hay de los otros dos integrantes del cuarteto, el muy oscurecido Émile Cohl, del que puede localizarse apenas una muestra de su obra animada y Jean Durand, al que si acaso se recuerda vagamente por sus pequeñas piezas cómicas de la década de los años 10 y por ser uno de los pocos europeos asiduos al género americano por excelencia, el western.

Fallecido en 1946, Jean Durand no filmó nada después del advenimiento de los nuevos tiempos y hoy día es uno más de los damnificados por una certeza generalizada y desmentida con cada gran hallazgo efectuado: que el cine que queda por descubrir de muchos periodos y géneros, será, a lo sumo, complementario del ya conocido o interesantes apéndices o rarezas y que muy pocas películas descarriadas o desatendidas en su día se pueden recuperar para la causa.

Si aventurado es aplicar ese apriorismo a cualquier género, no tiene ningún sentido cuando se trata del cine mudo. Por al menos dos razones, a veces en convivencia nada provechosa: porque pueden aparecer - aunque cada año que pasa parece más difícil - las obras dadas por perdidas y porque proliferan docenas, quizá cientos de autores abandonados por los mil rincones de su época; una era, la única, que no conoció decadencia y tuvo un injusto, bárbaro finis terrae que la cercenó en su momento de mayor refinamiento y perfección. 

Desde luego ni islotes de geografía curiosa ni fortificaciones escondidas por la espesura de la jungla, sino "nuevos territorios" parecen las obras silentes emergidas en los últimos años de cineastas como Evgenii Bauer, Ruth Ann Baldwin, Albert Capellani, Humberto Mauro o Alfred Machin para pensar que son los últimos que quedaban por desenterrar.

 
La investigación, muy parcial, sobre esa referida primera etapa de la obra de Durand, no arroja muchas pistas, ni siquiera del lugar que puede ocupar dentro del género que aparentemente más cultivó, la comedia, pero con el asentamiento definitivo del largometraje y conforme avanzaba, sin imaginárselo siquiera, hacia el ocaso de una era, todo parece cambiar. 
 
Tal vez no estén tan solos Griffith o Browning y haya más cineastas cuyas grandes obras finales en ese periodo, desprendidas de recursos que ellos mismos inventaron y borradas todas las marcas de autor antes de que el cine tuviera conciencia de que contaba con ellos, han sido ignoradas a pesar de haber conquistado la cumbre que se tardó casi treinta años en volver a subir, la de las más elocuentes y accesibles películas.

 

Una prueba fulgurante de ello es su penúltima obra, "La femme rêvée" de 1929, recientemente restaurada, proyectada en el Festival de Pordenone de 2017 y editada en blu-ray. Como no escandalizará ya a casi nadie no conocer un film como este a pesar de esos esfuerzos, supongo que los que sí se sientan impresionados al verla recordarán por qué dieron por perdida la poca esperanza que tenían en la justicia crítica.

El aspecto majestuoso que presenta ahora "La femme rêvée", sin mácula, hace que brillen sus bellezas técnicas: el uso de la profundidad de campo, el dominio de los distintos tamaños de plano, el equilibrio de las composiciones o el preciso ritmo narrativo.

La factura con que nos ha llegado gran parte del cine mudo, envuelto en ese velo de antigüedad que fuerza a los espectadores a compensar todos esos grandes progresos, intuidos o entrevistos en los casos más graves, no es esta vez coartada para sobrevalorar la película. Ahí están, esplendorosos. Pero siguen siendo, todos y cada uno de ellos, o facultades naturales de los cineastas o productos de un aprendizaje que podríamos denominar colectivo.

 

Es necesario ir más allá y apreciar cómo, dónde, por qué se utilizan esas herramientas.

Durand lo hizo para hacer un cine que sirviese para entender a los personajes. Un cine para no apresurarse a dibujarlos en una dimensión, para no entregárselos al público que no estaba dispuesto a tener paciencia, para filmarlos pensando y dudando. Si el hilo conductor es convencional o previsible, como en este caso - una novela "a lo Blasco Ibáñez", con claro arraigo en la más famosa obra de Choderlos de Lacios -  ahí está el reto, en afinar la puesta en escena, cristalizarla en las más puras estampas.

"La femme rêvée" se convierte por ese proceso en casi una investigación, Sobre la acción y la duda, - como todo Hawks -, sobre la confianza, sobre el azar y sobre la vana pulsión por erradicar el deseo para alcanzar la felicidad, lo cual la convierte en ¡una enmienda a la totalidad a Schopenhauer!

Tirando de ese último hilo, el del deseo, el personaje central del film es uno que apenas aparece en pantalla, solo unos instantes al principio y ya al final, en un desgarrador epílogo.
 
El amigo de la protagonista, que vivió toda su vida reprimiendo sus sentimientos, quizá el más auténtico de todos los habitantes del film, el menos adaptado a un medio que exija sacrificar opiniones y maneras, el ingenuo salvaje, el único que no alberga ninguna clase de dudas acerca de cuál es su "mujer soñada", ahora ya sabe cuál será uno de los recuerdos que no querrá tener.

sábado, 9 de marzo de 2024

SOSTENER LA GRACIA

A Lin Cheng-sheng le gustan las introducciones.

Planos que se van abrochando unos a otros, en montaje paralelo casi siempre, delineando apuntes en espacios que no delatan identidad escénica alguna y sobre los que se mueven quienes aún no parecen ni actores ni actrices. Minutos que su autor no utiliza para despertar la atención de ningún espectador como hacen tantos directores, sino más bien para habituar la mirada a una cadencia. Así, van apareciendo los primeros de muchos planos largos y diáfanos, las primeras lentas aproximaciones a conversaciones y detalles de la puesta en escena, algún suave cambio de eje e irán cobrando presencia los sonidos del ambiente y las canciones, hasta componer otra película, una que imanta a las imágenes.

Si se detecta la marcada consciencia de cada encuadre o movimiento de cámara, se deducirá que este cineasta taiwanés, tan poco célebre, debe ser una más de las promesas malogradas o no del todo confirmadas del reciente cine asiático, una lista prolija, por desgracia. Cualquiera que se sorprenda con las bellezas de su sencillo estilo se podría hacer entonces la gran pregunta: ¿por qué si sus películas alcanzan lo que otras tratan de buscar denodadamente - revelar, sin aparente artificio, la verdad que yace en gestos y palabras - le han sido tan esquivos los reconocimientos?. Tal vez reconocer es un verbo demasiado riguroso. Identificar y recompensar, en una sola palabra... 

"Mei li zai chang ge / Murmur of youth", su segunda película, es tal vez la primera que habría que ver de Lin Cheng-sheng, la que más pistas aporta sobre qué clase de gran cineasta sin continuidad fue. Ha filmado diez, cada vez más espaciadamente.

Más honda y audaz que su debut del año anterior, "Chun hua meng lu / A drifting life" (1996), que ya llamó la atención de muchos "coleccionistas de operas primas prometedoras" que asisten a festivales occidentales, "Mei li..." es sin embargo más frágil y reductible a un eslogan que su predecesora y más aún lo será hoy, donde proliferan, interesadamente, historias de amor entre dos chicas como la que incluye.

A diferencia, a gran diferencia de otras muchas veces, de ese romance no depende "Mei li..." y es solo otro más de los episodios a vueltas con los insignificantes acontecimientos que viven Ling y Chen con el desencanto agazapado debajo de cada hallazgo. Y además está tan modélicamente filmado como lo que es: un tembloroso e insospechado suceso para sus protagonistas. Con las mismas alforjas, será capaz Lin Cheng-sheng de filmar un encuentro incestuoso en "Fan lang / Sweet degeneration" (1997), después de madurarlo durante cien minutos de metraje, sin coreografías, afligida, veladamente. Un par o tres de películas más adelante, en 2001 por ejemplo, cuando filme "Ai ni ai wo / Betelnut beauty", esas escenas ya se parecerán demasiado a las de otros, cada solución la habrá pensado ya antes alguien mejor y se esfumará la aventura del descubrimiento del camino propio. 

Este es aún el cine de los cuerpos. Sin propósito, sin contexto histórico, sin credo. Simple deseo, elemental lucidez.   

La calma expositiva de la película se construye sobre la extrañeza de no sentirse parte de nada, por no saber una palabra sobre el pasado, muy poco sobre el presente y solo tener alguna certeza para el futuro - saber qué no se quiere, que no es gran cosa -, con lo que conforme el pasado de la que mejor llegamos a conocer, Ling, sea desvelado (su abuela, a la que todos y hasta ella misma auguran apenas unos días más de vida y a la que tratan como si ya hubiese perdido la cabeza por completo), nuestra protagonista sabrá algo más sobre sus circunstancias y ya no se preocupará más por lo que depare el mañana; un recorrido conocido, el que nos lleva al corazón mismo del melodrama, un género al que reticentemente pertenece el film.

Quizá por esto último, esta es una gran película sobre la afinidad, sobre la capacidad para sincronizarse con otros, entenderlos hasta si nada dicen o actúan despreciando las lógicas de lo cotidiano. El amor recordado, seguramente deformado por el recuerdo, de la abuela de Ling y solo explicado en un extraordinario plano nocturno por su padre, la acerca más en realidad a sí misma que a Chen, que, con esa perfecta estructuración que define al film, deberá entonces recorrer el camino que tanta veces vimos que ella hacía cuando volvía de verla. 

El epílogo de esa inmersión, ya con los créditos sobre negro, utilizando solo la banda sonora, fundiendo un sonido en otro, es hermoso e insólito.

viernes, 19 de enero de 2024

LO MEJOR DE 2023

La revista australiana Senses Of Cinema ha publicado las listas de favoritas vistas en el año 2023.

Enlace a la mía, aquí.

domingo, 14 de enero de 2024

MONTAÑAS DE ORO

Tan sencilla como anónima, la vida del pintor naif georgiano Niko Pirosmanashvili, se antoja difícil que pueda servir como ejemplo de gran cosa y menos en esta época nuestra donde todo tiene un precio y si no lo tiene, es que no sirve para nada.

La película "Pirosmani" de 1969, segunda tentativa de su compatriota Georgiy Shengelaya (o Giorgi Shengelaia, como parece más extendido) por impresionar en sus fotogramas la atracción que sentía por este artista, tras un documental de principios de década - de muy ardua localización -, es también sumamente sobria y modesta, con pocos e intensos colores arañados a un fondo negro, como algunos de sus mejores óleos, esmaltada por una colección de radicales elipsis e impermeable a todo efecto melodramático conocido. 

Lo que en otros films contemporáneos del suyo queda reducido a ambientes asfixiantes y una colección de gestos excéntricos en busca de aire para respirar, refulge, esencial, en "Pirosmani" como pocas veces se vio en esas latitudes. Lo que en una mayoría de esas películas suele resultar una acumulación de elementos que no invitan a compartir otra cosa que una autopsia para tratar de saber más sobre el ensimismado cine de la Europa del Este y su inacabable "distopía hecha presente", en "Pirosmani" es universal e intemporal.

Por muchas veces que se visite el film y sobre todo cuando ha pasado un largo tiempo desde la última vez, es lógico pensar que no sucede realmente nada entre su prólogo y su epílogo, como nada aconteció en la vida de Pirosmani, que tuvo pero no tuvo familia, amigos o trabajo. Los tableaux vivants que la componen son acaso una bella sucesión de contradiccines frente a los dos pasajes del Nuevo Testamento que la abren y la cierran y que consagran la ejemplaridad más vociferada y menos practicada que la humanidad ha conocido. 

Efectivamente no fue el camino de Pirosmani el de un santo, a pesar de su desprecio a las riquezas y su tendencia a tomar siempre lo que querían darle sin pedir nada a cambio. Un ascético, quizás, pero sin mensaje, un hombre dado a la bebida, solitario, con la pobreza de no sé cuántos siglos incrustada en la mirada, indescifrable para cuantos se cruzaron en su camino, incluidos nosotros los espectadores, un hombre sin conciencia alguna de su talento para la pintura, que fue uno más de sus oficios, como el comercio o la agricultura y para ninguno creyó servir.

Audaz manera, con determinación, sin épica, con palabras que suenan a versículos, la de acceder a la más absoluta belleza la que tiene este film. Con toda justicia viene a la mente Roberto Rossellini y sus más desnudos y deslumbrantes hitos (en especial "Francesco, giullare di Dio", "Socrate" y "Il messia"), al contemplar "Pirosmani" y la misma emoción atravesada en la garganta con cada gesto expresado con singular cadencia por su protagonista, el también pintor Avtandil Varazi, que no era actor y quizá por eso hace una de las más extraordinarias interpretaciones que en el cine han sido.
 
Esa fuerte voluntad por seguir un camino que a todos los demás parece estéril es para Shengelaia consustancial al hecho artístico y es independiente de épocas, edad, condición o cualquier otra circunstancia vital. Sucede así en su otra "biografía", si así podemos denominar al conjunto de piezas de otro puzzle que no se completará, "Akhalgazrda kompozitoris mogzauroba" de 1985 acerca del compositor viajero Nikusha, un joven diverso en todo a Pirosmani pero al que tampoco nadie entiende y que acabará involucrado en una turbulenta conspiración política; su único anhelo era recuperar para la gran música las pequeñas canciones folklóricas de los campesinos.  

Sin el componente obsesivo del Vincent Van Goh de Maurice Pialat ni el de enajenación de uno de sus pocos "iguales", el Antonio Ligabue de Raffaelle Andreassi, a los que parece respectivamente anunciar y remitirse el film en algún momento, el Pirosmani de Shengelaia es un ejemplo puro de artista providencial, que no invoca a las musas y no desespera al sentirlas marcharse. Si entraba en trance al pintar, a ningún éxtasis llegó y como mejor ejemplo ese plano en que después de que lo encerraran en una habitación para que pinte un gran óleo, aguarda junto a la puerta a que lo dejen salir, desinteresado por el resultado y las opiniones de los demás, vacío, desfallecido si no podía perderse por los caminos y las tabernas de Tiblisi.

A esta pureza se atiene Shengelaia, se debe incluso diría, lo cual le obliga a ir buscándole de cuadro en cuadro, como los dos "críticos" que rastrean su pista, sin que apenas le veamos pintar, envejeciendo para sus adentros y muriendo en dos conmovedores planos silentes, estrictamente el último, digno del Victor Sjöstrom de "Körkarlen" y antes en otro, un contraplano desde lo alto de unas escaleras, también sin palabras, en el que uno de nosotros, un pintor que lo localiza en su covacha, se vuelve para volver a mirarlo, desconcertado al advertir su soledad y que no es dinero ni reconocimiento lo que necesita.

sábado, 23 de diciembre de 2023

EL ENEMIGO DE LAS RUBIAS

Sobre la primera película que filmó Júlio Bressane nada más llegar a Londres en 1970, "Memórias de um estrangulador de loiras", revoloteó durante años un aura de malditismo, ese fantasma que acompaña a los exiliados allá donde vayan. Las pocas crónicas escritas por quienes pudieron verla y las muchas expectativas de cuantos no la consiguieron encontrar, configuraron una idea acerca de su naturaleza en gran medida imaginada, como si se tratase de una obra única, una perversa pesadilla experimental y, sobre todo, una película libre: al fin se apartaban del camino del cineasta los mojigatos que no habían entendido su cine en Brasil.

Cuando Bressane, con ese aplomo tan característico de los que no necesitan explicar por qué piensan distinto, se dedicó a desmentir en entrevistas que le hubiesen expulsado del país, que se fue porque quiso, y cuando empezó a ser más fácil localizar una copia, se desvaneció buena parte del encantamiento. De repente ahí estaba el film, libérrimo efectivamente, pero tan en bruto, tan impredecible y tan clandestino como toda aventura milagrosamente terminada sin apenas medios.

En ese momento terminaron las ensoñaciones acerca de "Memórias de um estrangulador de loiras" y también se acallaron para siempre, no sé bien por qué, las conexiones que en tiempos - qué tiempos - se establecieron con otro film que ni siquiera llegó a existir, el que estaba llamado por los alrededores de estas fechas a ser otra "liberación", nada menos que la de Alfred Hitchcock, "Kaleidoscope". La película más espeluznante que nunca vimos algo en común pudo tener con esta, de haber llegado a ver la luz, a juzgar por las fotos de rodaje y especialmente - al carecer de diálogos el film de Bressane - por los tests sin sonido que sobrevivieron del proyecto.

Las audacias de "Kaleidoscope" - esa  última obra silente de Hitchcock, si se me permite la boutade - que alcanzaron a cristalizar en "Frenzy" ahora sabemos que dejaron satisfecho al maestro, al menos oficialmente, porque en privado seguramente le hubiese gustado haber podido desplegar toda la artillería y "responder" como la ocasión lo merecía al film que lo tenía obsesionado, "Blow up", filmado en su ciudad para más señas.

La inestabilidad inherente al cine de Bressane erradica de cuajo la posibilidad de diálogo con las precisas imágenes hitchcockianas. En "Memórias..." se hace patente que lo que perturba a Bressane no son ni los encuadres ni las composiciones ni ninguna de las fuentes de donde brota la escritura de las películas de Hitchcock, sino los impactos - visuales, sonoros, de iluminación... - de su cine, empezando por los títulos de crédito de varias de sus cintas más célebres (sobre todo "Marnie" y "Vertigo"), siguiendo por momentos icónicos (el agua yéndose por el desagüe de la ducha de "Psycho", el asesinato reflejado en un cristal de "Strangers on a train", las cuerdas atronando con el punto de vista elevadísimo en la escena de la ONU de "North by Northwest") y reverberando en todo momento el mismo deseo de hacer sentir inermes, desnudos, a los espectadores que acudían a ese acto público que fue el cine..
 
Bressane filma planos, casi nunca secuencias - por eso es célebre "O anjo nasceu", que quizá contenga el noventa por ciento de las que ha rodado - y menos aún historias, pero eso no significa que le baste con su intuición. Algunos de esos planos tienen un laborioso proceso de creación y "Memórias..." no es la excepción pese a su aspecto urgente y de reinterpretación en la sala de montaje de cuanto queda captado al filmar. Ese material responde por otra parte y con un grado de pureza insólito para un film prácticamente amateur, a dos cuestiones que pueden parecer menores y no lo son. 
 
La primera, que la díáspora de impresiones que es el recuerdo, tiende a descartar lo que nos causó disgusto y distorsionar, para mejorarlos, los episodios satisfactorios. Cuando se trata de rememorar, las vivencias acuden a la mente así, en desorden, alteradas, revividas. Los films autobiográficos que reconstruyen en primera persona minuciosamente todo, serían la antítesis de este... y tan poco rigurosos como él. En segundo lugar, si se disponen, uno tras otro, las más elementales "fragmentos" cinematográficos, los planos, deben ser actos primarios y no elaboraciones psicológicas de ninguna clase lo que aparezca en pantalla. El protagonista (el simpar Guará Rodrigues) aparece tumbado en una cama, yendo al baño, cocinando, asaltando a una rubia tras otra, acunado cuando era un bebé por una de ellas, preciosa, que no le inflige ningún trauma que justifique su conducta futura y ya de viejo, solo, escribiendo frases desempolvadas del desván de su mente para esa autobiografía que es la propia película.
 
Y caminando sin rumbo por las calles, que ni le son propicias ni hostiles, simplemente escenarios mudos de sus impulsos. El Covent Garden parece en esta película un barrio de Rio, tomado por un asilvestrado (dos, Bressane y su alter fuckin' ego) y esto se aprecia mejor al ver "A longa viagem do ônibus amarelo" (2023) su más reciente film, recopilatorio de una vida detrás de las cámaras, en el que aparece "Memórias de um estrangulador de loiras" tras "Cuidado, Madame" (1970) y no se advierte discontinuidad alguna.